Por Franklin Gutiérrez
Existen múltiples razones para que una persona de cualquier punto del planeta lea El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha: es la obra pionera del género literario más fascinante; nos hace reír hasta el destripamiento, más, talvez, que cualquier espectáculo circense; es la mejor radiografía de la desmoronada sociedad española del siglo XVII y nos ofrece la opción de elegir entre la ficción quijotesca y la realidad sanchopanzana.
Jorge Luis Borges leyó el Quijote convencido de que la fusión del idealismo del Ca-ballero de la triste figura con el realismo de Sancho, es una celebración plena de la amis-tad. Miguel de Unamuno lo elevó a la categoría de
“Biblia nacional de la religión patrió-tica de España”. Thomas Mann distinguió al Quijote por su inconmensurable narcisis-mo, y para el connotado crítico norteamericano Harold Bloom la lectura del Quijote produce un placer inagotable. Pero los dominicanos no hemos leído el Quijote desde la misma óptica que otros ciudadanos del mundo.
Si hemos contribuido a que la presunción sea bulto o allante; el peso, tolete o tululú; la mujeres grillos o aviones; las incoherencias, babosadas y el disgusto, quille, es porque no somos pariguayos ni unos chivitos jartuejobos, sino creativos y originales hasta la tambora. Si somos el único país donde abundan las cutáfaras, donde el pobre es un de-guañingao; la sorpresa un asoramiento y el golpeado, un abimbao, se lo debemos a nuestra habilidad para revertir las cosas y trastocar la realidad.
Con esas facilidades para el camuflaje, a nadie debe extrañarle que de tanto retorcer el lenguaje y transgredir los códigos de comunicación hayamos alterado sustancialmen-te nuestro modo de pensar y, de paso, cambiado la conducta social y las ambiciones ma-teriales de nuestros paisanos. Por esa misma razón, tampoco debe sorprendernos que un gran sector de la población dominicana haya leído Quijote al revés, despojando al ingenioso hidalgo de su nobleza, honestidad e idealismo y acomodando sus hazañas y aventuras a sus intereses personales.
Esa valoración no literaria del Quijote arrojaría como resultado un personaje cuya conducta concuerda con el accionar cotidiano de ese sector específico de la población quisqueyana, que sitúa su avaricia en primer plano. Estamos, consecuentemente, ante un Quijote a la dominicana, menos reflexivo y más permisivo.
Desde esa perspectiva el Quijote es iluso, se lanza a empresas inalcanzables (vencer a los molinos de viento, a los yangüeses, liberar a los galeotes, etc) con la esperanza de que siempre triunfará. Ilusos tenemos en dominicana cuyos proyectos generalmente so-brepasan sus posibilidades reales de cristalización pero que aspiran, a través de ellos, hacerse de cosas materiales cuyos costos siempre superan sus posibilidades económicas reales.
El Quijote, oculto en su extravagante armadura, finge locura en él y en quienes lo rodean para así ganar el derecho de protagonizar las deslumbrantes hazañas que por años ha concebido su imaginación. A muchos dominicanos les deleita sobremanera hacerse los chivos locos y los desentendidos frente a situaciones que les favorecen gran-demente a ellos, pero que perjudican despiadadamente a otros. Apoyado en esa licencia se resisten a hacer filas cuando las circunstancias lo demanda, infringen las leyes de tránsito a cambio de unos pesitos al agente del orden público, colocan policías acosta-dos en la calle donde viven sin autorización oficial, rompen las aceras y el pavimento para soterrar tubería y así evadir el pago del servicio de agua.
El Quijote es ostentoso hasta la saciedad, busca fama a como dé lugar y se empeña en mostrarle a Sancho su capacidad y poder para alcanzar lo imposible. Esa cualidad quijotesca es una de las que mejor han asimilado muchos dominicanos. Su exhibicio-nismo y presunción es rebosante. Poseen vehículos costosísimos y celulares extravagan-tes. Se regalan vacaciones alrededor del mundo y consumen whisky, brandis y cognac a veces inasequibles en el mercado local. Se citan con amigos o pretendidas en los restau-rantes más exóticos y costosos, mientras sobre las mesas de sus dormitorios descansan, entregados al olvido, los recibos de pago de la vivienda donde residen y los de las men-sualidades del colegio donde estudian sus hijos.
Don quijote es personalista, quiere todos los méritos para él solo, olvidando que sin Sancho los mismos serían inalcanzables. Tiene un vistoso y brioso caballo, con nombre propio: Rocinante. Sancho, por su parte, escasamente posee un torpe y debilucho burro sólo identificado como “Rucio”, por el color de su pelaje. Sancho tampoco tiene, como su amo, una despampanante y exquisita dama: Dulcinea, que fortalece su espíritu. Ese mismo comportamiento egoísta e interesado exhiben muchos paisanos. Quieren, como reza el refrán popular, todo para el tío y nada para el sobrino; no mueven un alfiler si ello no trae consigo una recompensa material.
El ingenioso hidalgo es sobradamente violento, siempre está presto para clavar su daga a quien o a lo que se atraviese en su camino aun sin haber causa mayor para ello. Así reaccionan millares de los nuestros desde hace varias décadas. Basta la más mínima desavenencia entre dos personas para que la atmósfera se llene de pólvora, o los cuchi-llos y machetes blandan como espadachines de la China imperial.
Don Quijote ve en cada una de sus acciones un acto de justicia porque, según él, la justicia lo dignifica como ser humano. En nosotros la justicia, como valor social que abo-ga por la equidad y el bien común, es una utopía. La justicia dominicana es dispar y ge-latinosa, más voluble que una vara elástica cuyo estiramiento es proporcional a los in-tereses de quienes la manejan.
Don Quijote posee el don de la multiplicidad. Unas veces se nos presenta como Valdomino; otras como Abindarráez, otras como los Nueve de la fama y otras como los Doce pares de Francia. Una porción considerable de nuestra población es plurifacética y todóloga, son pocas cosas que no saben hacer. Son capaces de realizar simultáneamente las más disímiles tareas, desde ser profesor de cualquier materia en una escuela o uni-versidad, hasta fabricar chichiguas en Semana Santa y echarlas al aire con sogas de ca-buya nueva. La multiplicidad es un componente esencial de nuestro menú diario.
Al momento de repeler las amenazas de desplome que afloran en nuestra sociedad sería más saludable apoyarnos en la objetividad y la clarividencia de Sancho para pre-decir los fracasos de su amo, en su paciencia para salir airoso de las situaciones compli-cadas, en su astucia para sacar a don Quijote de los embarazos en que se mete. Sancho aprendió de su antecesor Patronio la humildad y la sabiduría. A Sancho, por su nobleza y origen social, le sobraría valor y moral para no aceptar mentas y chicles a cambio del peso que le sobra en el colmado. No le abochornaría ir un supermercado a comprar ví-veres. Tampoco le importaría vivir en un barrio dominicano humilde, ausente de rique-za y fama. Saben por qué, simplemente porque Sancho es más avispado de lo que lo han tildado por siglos.
Siendo así, los dominicanos no debemos leer el Quijote porque su nocividad nos co-rroe y nos empuja hacia un abismo infernal, del cual ni las tres divinas personas y todo su séquito celestial podrán rescatarnos. Preferible es, entonces, recurrir a Salomé Ureña para que nos irradie su fe en el porvenir. Porque su plegaria elevada ciento treinta y dos años atrás aún retumba en nosotros: "Que atraviese tu voz el aire vago / las almas con-vocando a la victoria / tuya es la lucha del presente aciago / tuya será del porvenir la gloria".
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